Y a mi alma, que quizá pesa menos de 21 gramos, se le ocurrió escapar esa noche, después de un día lluvioso y observar el reflejo de la luna sobre los tejados mojados. Los cuales habían soportado con paciencia, quizá demasiada, el golpeo súbito de una tarde tormentosa que por alguna razón, natural o divina había querido despejar el cielo en la vespertinidad de un atardecer cuyo color ilustraba un día duro y cansado.
Un alma no sabe moverse con facilidad, y serpenteaba entre las cubiertas húmedas del edificio de la gran ciudad. Seguramente por miedo a resbalar y a precipitarse, esa noche decidió quedarse allí para no volver jamás aún a sabiendas que había alguien que la necesitaba y echaba de menos...
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